dolores que caminan con pasos de niebla,
invisibles para los ojos, pero eternos como la sombra que el sol olvida, no nos arrancamos por falta de amor,
sino porque a veces, el amor también sabe destruir aquello que más anhela salvar, creo que somos un incendio que no supo ser faro, esa tormenta que deseó ser caricia, el juramento pronunciado en un idioma que el alma aún no sabía hablar.
No hubo olvido, creo que solo la imposibilidad sublime de dos corazones latiendo en frecuencias distintas,
como dos estrellas que, aun deseándolo, no coinciden siempre en el mismo cielo.
Te llevaste tu presencia,
pero no tu esencia, porque amar no siempre es sostener: a veces, amar es aprender a guardar silencio ante los hechos. Siempre tendré este sentimiento que no se rompe como el hilo de esa pulcera, en la grieta misma del tiempo,
donde la lógica se rompe como un cristal olvidado en el invierno, donde ni siquiera el lenguaje alcanza,
en el sitio donde pensar tu nombre es más real que pronunciarlo.
Eres y serás la carta que nunca escribí y que, sin embargo, reposa en cada latido, el rostro esculpido en la memoria del viento, la herida que no sangra, pero a la que mi alma acude a beber eternamente.
Quiza pienses que no necesito tus manos ni tus ojos: pero los sentimientos siempre estan en los pliegues invisibles donde la vida se confunde con el sueño,
en la certeza muda de que algunos amores no fueron creados para ser vividos,
sino para ser reverenciados en secreto, amada en la vastedad de todo lo que no fue y en la cima de todo lo que jamás fué, porque hay dolores que no se nombran sin quebrar el aire, y hay amores que, aun en su ruina, son más verdaderos que los que alguna vez brillaron ante el mundo.
Amada en el silencio que no exige, que no implora,
que simplemente existe, inmutable,
como la última luz antes del fin del mundo.
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