Insistí, aún incrédulo, y reafirmaste lo dicho con una serenidad: sí, eso querías. Me confiaste, sin rodeos, que estabas exhausta, saturada, vacía de nosotros. Y fue entonces cuando tu discurso comenzó a mutar; hablaste de soltar como un acto supremo de amor, de que liberarte era también una forma de querer. Dijiste que si te dejaba ir, el olvido haría su trabajo, y que pronto te convertirías en un recuerdo difuso. Pero eso nunca ocurrió.
Fui culpable de tus heridas, lo sé. Y tú, con precisión quirúrgica, me lo recordabas, como si en ello encontraras una suerte de consuelo. Nunca supe si lo hacías para liberar tu dolor o para mantenerme atado a él. Pero lo cierto es que jamás me fue indiferente.
Mis palabras carecen de doble intención. Si incomoda que te diga lo que siento, que ese sentimiento permanece intacto a pesar del tiempo y la distancia, sólo puedo suplicarte perdón una vez más. Y si algo he de lamentar eternamente, es que incluso separados, nuestras almas sigan enredadas en los mismos desencuentros.
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