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martes, 20 de mayo de 2025

Liturgia para un Dios menor.

Crónica de una enfermera que nunca fue solo humana

 "No toda curación se da en la carne.
Algunas heridas solo responden al lenguaje del alma."




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Capítulo I: Manifiesto del Cuervo Roto

Sé que soy un maldito loco,
a veces un tanto solitario y muy depresivo.
Eso me hace que no necesite complacer a nadie
y que no me importe ser comprendido.

Porque en el jardín de mi mente brotan bestias con alas de vidrio,
y en sus ojos arde un fuego que ninguna lógica puede apagar.
Camino entre ruinas interiores,
con el corazón hecho de puertas que se abren solas.

Soy el que no busca la cura,
sino la herida que canta.

Profanador de tumbas.


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Capítulo II: El Velo Blanco

En una sala sin ventanas,
una enfermera de ojos pálidos camina descalza.
No se escucha su paso,
pero la fiebre tiembla cuando ella se acerca.

A su paso, los instrumentos enmudecen,
las moscas se detienen en el aire,
y hasta los fantasmas hacen silencio.

No hay expediente que la nombre,
ni reloj que registre su entrada.
Solo hay miradas que se sienten vistas,
y dolores que, al verla, recuerdan
que alguna vez fueron humanos.


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Capítulo III: Monserrat, la Vela Silente

Monserrat no nació.
Fue encontrada en el ala abandonada de un hospital demolido,
acurrucada entre restos de expedientes y polvo de huesos.

Vestía una bata blanca,
pero no tenía número, ni fecha, ni historia.
Solo traía consigo una venda gris al cuello
y la mirada de alguien que ya había visto el final del mundo.

Desde entonces, camina entre quirófanos como si flotara,
coloca las manos sobre fiebre y pérdida,
y susurra palabras que nadie entiende,
pero que el dolor reconoce.

Dicen que no duerme.
Que a veces la ven en dos lugares al mismo tiempo.
Y que cuando un paciente parte,
ella siempre está ahí,
cuidando el último aliento como si fuera una ofrenda.


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Capítulo IV: El Paciente del Cuarto sin Número

Hay un cuarto en el hospital que no figura en planos ni rondines.
Se encuentra entre el quirófano y la morgue,
aunque nadie ha logrado entrar dos veces por la misma puerta.

Se llama "El Cuarto sin Número".
Y en él, hay un paciente que nunca despierta,
pero que sangra en sueños.

Monserrat entra sin pedir permiso.
Coloca una lámpara de aceite sobre su pecho.
Y recita nombres olvidados.
No los suyos.
Sino los que nadie más se atrevió a recordar.

Ese paciente, dicen, alguna vez fue un dios.
O un error de la creación.
Y solo ella puede entender el ritmo de su agonía.
No para curarlo,
sino para que su dolor no se repita en otros cuerpos.


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Capítulo V: El Nombre Verdadero de Monserrat

Monserrat no nació entre hombres.
Antes del tiempo, cuando el universo apenas era un murmullo tibio,
hubo una guerra en el Reino de las Cicatrices.

No una guerra por poder, sino por compasión:
un cisma entre los que querían cerrar las heridas del mundo
y los que creían que debían sangrar para siempre.

Entre ellos estaba Shemra’el,
el ángel sin alas,
el único que no lloraba con lágrimas,
sino con fragmentos de recuerdos ajenos.

Fue ella.
Antes de ser Monserrat, fue la Custodia del Umbral,
la que velaba por las almas demasiado rotas para ascender,
y demasiado humanas para caer.

Por amar a una criatura mortal, fue arrojada.
No como castigo, sino como misión:
encarnar en un cuerpo frágil,
caminar entre salas de hospital,
y recordar, lentamente, quién era.

El día en que fue hallada,
una anciana ciega de nacimiento la tocó
y dijo:
—Ella no llora. Ella recoge los llantos.

Desde entonces, Monserrat ha ido recuperando fragmentos de su luz
en cada paciente que toca,
en cada muerte que acompaña,
en cada silencio que traduce.


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Capítulo VI: El Primer Herido

Monserrat recibió el llamado en el susurro de una fiebre.
Una niña deliraba,
y entre espasmos murmuró un nombre imposible:
el eco del Primer Herido.

Se dice que antes del lenguaje,
hubo una chispa que decidió sentirse sola.
Y en esa soledad nació la conciencia…
y con ella, la primera herida del universo.

Ese ser duerme bajo capas de tiempo y hueso,
y mientras su herida siga abierta,
el mundo seguirá sangrando.

Monserrat descendió,
cruzó corredores hechos de trauma congelado,
donde los relojes lloraban
y los espejos gritaban su nombre antiguo:
Shemra’el.

Y allí lo encontró:
un corazón gigante,
enterrado en un campo de esqueletos que nunca vivieron,
latiendo con siglos de sufrimiento humano.

Ella colocó sobre su herida la venda gris.
No para sanar, sino para ver.
Y dijo:

—Te veo.

En ese instante, el dolor dejó de necesitarse.
El corazón dejó de latir, no por muerte,
sino porque por fin encontró reposo.


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Epílogo: Donde la luz no tiene sombra

Nadie recuerda a Monserrat.
O quizás la ven todos los días:
en la sala de urgencias,
en la mirada firme de una enfermera silenciosa,
en la voz que calma sin explicación.

Porque donde una herida deja de gritar,
allí está ella.
No con bisturí,
sino con alma.

> "Aún estás aquí.
Y eso también es sagrado."

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